AL VUELO/ Por Pegaso

Opinión

Historia

Al regresar de mi vuelo vespertino, me puse a pensar que algo bueno debe salir de la emergencia sanitaria que vive el mundo desde hace seis meses.

Me río y me carcajio cuando veo en las redes sociales los profundos pensamientos existencialistas de quienes aseguran que el coronavirus nos ha enseñado muchas cosas, por ejemplo, que en realidad el ser humano es el virus, que sin nosotros la Naturaleza se está regenerando, que ahora sí valoramos los abrazos, los saludos de mano y los picoretes de sacacorcho.

Pero yo les quiero decir a quienes pierden su tiempo de esa manera: La verdad es que el coronavirus no nos enseñó nada porque ya lo sabíamos todo.

En efecto, la inconsciencia del ser humano ha ocasionado la extinción de miles de especies animales y ha puesto en peligro a muchas más.

En los océanos, donde vertemos nuestras aguas negras, el hábitat del delfín, de la ballena y del tiburón blanco está cambiando para mal.

Enormes cantidades de basura tapan la luz del sol, que no llega al plancton y los grandes cetáceos mueren al no tener comida.

Hoy, más que nunca, debemos tener en la mente aquella hermosa canción que cantaba Roberto Carlos en los setenta: “Yo quisiera no ver tanto verde en la selva muriendo/ y en las aguas de ríos los peces desapareciendo./ Yo quisiera gritar que ese tal oro negro no es más que un negro veneno/ yo quisiera ser civilizado como los animales”.

El coronavirus no nos ha enseñado que el capitalismo feroz está acabando con los recursos, porque eso ya lo sabemos.

Ni que el crecimiento de la contaminación causa el calentamiento global, ni que las grandes ciudades están atrayendo cada vez a más gente y el campo se está quedando solo.

Debemos aprender a ser más humildes, eso sí, porque de aquí a que termine la pandemia, habrán muerto millones de seres humanos y muchos más quedarán empobrecidos.

Es lamentable la pérdida de seres queridos, quienes tuvieron una larga y dolorosa agonía.

Ya vimos que después de un largo período de cuarentena de poco más de tres meses, la población bajó la guardia, salió a las calles y el virus pegó con más fuerza.

Sin embargo, ¿qué se podía hacer si ya no había alimentos en la mesa?

Veintitrés días fueron suficientes para saber cuán frágiles somos si mostramos debilidad ante un enemigo microscópico, pero letal.

Dentro de todo este asunto, el terror que sigue causando el COVID-19, los millones de muertos y el colapso de la economía mundial, me da gusto poder vivir este episodio negro en la historia de la Humanidad.

Recién nos preguntó la linda maestra de Legislación en el Periodismo, de la Universidad Tamaulipeca, Wendy Daniela González, qué etapa de la historia nos hubiera gustado vivir.

Yo comenté que me hubiera gustado estar en la época en que Cristo nació, creció y murió.

De esa manera podría cerciorarme por mí mismo cuánto hay de verdad en la historia que se cuenta.

Porque a fe mía, que cristo no era un tipo blanco, de rasgos finos, piochita bien arreglada, pelo rubio ensortijado y ojos de color, sino que más bien se acercaba al tipo promedio de la Palestina de aquellos tiempos: Estatura mediana, moreno aceitunado, flacón, barba desgarbada, pelo hirsuto, nariz aguileña, ojos negros y harapos como vestimenta.

Ahora la Historia nos ha alcanzado. No es necesario imaginarlo. Lo estamos viviendo.

Como ocurrió con las grandes pandemias de antes, la Fiebre Española, la Viruela, la Peste Negra y otras, las víctimas fueron incontables, pero la humanidad sobrevivió.

Posiblemente dentro de varias décadas, si alguno de mis trabajos sobre el COVID-19 se conserva, alguien podría decir: “¡Recórcholis! Este Pegaso vivió en la época del coronavirus”.

Querámoslo o no, todos estamos formando parte de la Historia.

Termino mi colaboración de hoy con el inefable refrán estilo Pegaso: “Mantengo la esperanza de sobrevivir para ofrecer una crónica del suceso”. (Espero vivir para contarlo).

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