Por René Mondragón
Eres algo inmaterial, poético, celestial, para decirlo con todas sus letras. Tienes un todo terrenal porque Dios te dio ese carisma mamita; pero, a un tiempo, posees tantos rasgos del cielo que, no puedo dejar de reconocer que son parte de esos dones que el Señor te regaló a sabiendas que los irías a repartir durante toda tu vida.
Creo que cabe bien decirlo: Eres una forjadora de valientes y sobran las probanzas para acreditarlo.
Cada septiembre era lo mismo. Escuchar el Himno Nacional y escuchar tu voz diciendo -¿ordenando?- “¡De pie mis hijos!” Nuestros ojos pequeños buscaban la razón de tu dicho. La respuesta era inmediata y la misma. “Tenemos que entender que nuestro Himno nos une y nos hermana, porque en el Cielo, el eterno destino de nuestra Patria, por el dedo de Dios se escribió”
No entendíamos bien a bien, pero esas fueron las primeras lecciones para aprender a amar a Dios, a la Patria, a los semejantes y a la naturaleza como nuestra casa común.
¿Te acuerdas de las noches de tormenta; de lluvia fuerte y relámpagos crispados? Nos llenábamos de temor y buscábamos la paz entre tus brazos.
Nos decías que no había que tener miedo porque era otra forma de evidenciar la grandeza de la creación. Luego, venían dos acciones para forjar la fortaleza de espíritu de esos pequeños. Primero, era pedirnos cerrar los ojos y aguzar el oído: “Concéntrense hijos… y díganme que es lo que escuchan?
Afinando al máximo el oído las respuestas se iban desgranando: Unos decían, yo oigo las ramas de los árboles que se están moviendo… Yo oigo a la gente que corre de la lluvia tratando de llegar a alguna parte para protegerse…. Que no se vayan a reír Ma…. pero yo alcanzo a escuchar una rana en el patio…
Lo más maravilloso de todo… el miedo provocado por la tormenta había desaparecido.
Luego, el siguiente proceso de fortaleza: una vela en el centro de la sala para platicar –no historias de terror- sino vidas de héroes y heroínas extraordinarios, que siendo tan humanos y pecadores como cualquiera, supieron arrebatar el Cielo.
Así conocimos a Pablo, el de Tarso… a Agustín de Hipona y a Mónica su madre. Conocimos al hermano lobo de Asís y a la hermosa Clara y a muchos valientes que fueron devorados por los leones.
Al regresar la iluminación a casa, no queríamos irnos a dormir… queríamos más y más… queríamos aprender de otros hombres y mujeres valientes y llenos de fe, como el centurión o como el chaparrito Zaqueo.
La hora de enviarnos a la cama llegó.
Ahora, decía mamá, es a ustedes a quienes les toca escribir su propia historia de valentía, de fe y de amor.
Gracias mamita, porque sigo aprendiendo de aquellas noches de tormenta. Te amo.