Apodos
¡Ah, chingá, qué calorón!-como decían los viejos de denantes.
Yo me acuerdo que allá, por los setenta, cuando era un Pegaso chaval, uno podía acostarse a echar la siesta y no necesitaba ni siquiera un abanico de mano.
Ahora, si no te bañas antes de ir a la cama, si no tienes el minisplit al máximo y aparte un abanico industrial, no duermes a gusto porque empiezas a sudar como cerdo.
Hablando de aquellos años. Vienen a mi mente las mil y un anécdotas de aquel barrio bravo conocido como El Chaparral, hoy colonia Chapultepec, donde tantos y tantos amigos han quedado en la bruma de los recuerdos.
Los apodos eran muy pintorescos.
Cerca de donde yo vivía, en la calle Pino Suárez, habitaba una familia de chaparrines a los que les decíamos “Los Pilis”.
Casi enfrente de ellos vivía “El Chinicas” y hacia la otra cuadra, “El Tuerto”.
Había uno al que le decían “El Cagao” y otro que tenía las piernas arqueadas y recibía el moquete de “El Zambo”.
Todos ellos formaban parte de las retas que se hacían cada tarde en un solar baldío al que llamábamos “La Labor”, o en un llano que estaba cerca del río.
Esos recuerdos forman parte de mi niñez, de los siete a los doce años.
Más adelante, cuando estudiaba en la secundaria José de Escandón, me iba con mi amigo Lorenzo Palomo, al que decíamos “El Foxy” por aquella revista de cómics que se publicaba llamada precisamente “Fix y Foxy”.
En el barrio, después de clases y luego de hacer las tareas, iba a correr aventuras con otro cuate, Jorge Quezada, alias “El Loco”.
“El Loco” era una chucha cuerera para conquistar chamacas. Con quince o dieciséis años, solíamos ir al centro a divertirnos y generalmente él terminaba yéndose con alguna muchacha que acababa de conocer, la mayor parte de las veces, de más edad que él.
Del baúl de mis recuerdos tengo presente aquella vez que íbamos “El Loco” y yo trotando por el libramiento Echeverría, cerca del bordo del río. De pronto, a unos doscientos metros antes de llegar al puente, escuchamos unos gritos desgarradores pidiendo auxilio.
Se escuchaba como si alguien se estuviera ahogando. Y como yo soy un pez para nadar, inmediatamente corrimos hacia la orilla del afluente y, tal como lo habíamos pensado, un sujeto estaba en medio del río manoteando, mientras otro estaba ya del otro lado y también pedía ayuda a la Virgen de Guadalupe.
Me quité los tenis y me lancé al agua. Luego de llegar hasta donde el infeliz estaba, ya no lo pude hallar, porque se había hundido.
Me sumergí un poco y busqué con las manos, hasta que pude tocar la cabeza y lo jalé de los pelos para arriba, para después llevarlo hacia la orilla.
No me lo van a creer, pero el tipo traía unas bototas como las de Chente Fox, y eso era lo que le impedía avanzar en la corriente.
Lo que hizo acto seguido el frustrado bracero fue hincarse y agradecer a la Virgen. No recuerdo si a mí me dio las gracias.
Después de eso, “El Loco” y yo seguimos con nuestro habitual ejercicio matutino.
En el río ocurrieron muchas anécdotas.
Había un chavo muy moreno, de facciones toscas al que le decíamos “El Sigis”. Como muchas veces, nos fuimos a nadar al río, porque era temporada de la sandía y había quienes se aventuraban hasta la vecina labor de los gabachos para robarse alguno de esos suculentos frutos que después compartía con el resto de la pandilla.
“El Sigis”, como buen nadador y magistral clavadista que era, se subió en cierta ocasión a lo más alto de un barranco, tomó correntía y se aventó el clavado, con tan mala suerte que iba pasando un grueso tronco de sauce bajo la superficie del agua.
Como resultado, se abrió la cabeza y como pudo llegó a su casa, donde su mamá procedió a curarle la horrible herida.
A partir de ahí ya no volví a echarme clavados en el río.
A pocos amigos de la infancia he vuelto a ver. De vez en cuando, en alguna gasolinera, veo a “El Chinicas”, que trabaja en la COMAPA.
De mis otros grandes cuates, “El Foxy”, “El Loco” y “La Pily” no he tenido noticias, a pesar de la facilidad que brindan las nuevas herramientas tecnológicas, como el Facebook o el WhatsApp.
Viene el refrán estilo Pegaso: “Material terroso pulverizado de tales arcillas”. (Polvo de aquellos lodos).