¿Pingüín?
Allá, en mi muy lejana juventud, cuando iba rumbo a la secundaria, acostumbraba a pasar por un puestecito donde rentaban revistas, por la calle Iturbide, conocida ahora como “La Calle del Gramo”.
Pasaba ratos de solaz y esparcimiento leyendo las aventuras de Chanoc, de Kalimán, de Batú, de Fantomas y de tantos y tantos personajes creados por la fértil imaginación de los escritores mexicanos de cómics de aquella época.
Pero no podía faltar, por supuesto, la revista de Memín Pinguín.
Por cierto, hay quienes pronuncian el apellido como “Pingüín”, con diéresis, lo que es incorrecto, porque en realidad viene de la palabra “pingo” y no de “pingüino”.
La pronunciación errónea se popularizó desde que Pedro Infante, en una de sus inmortales películas hace mención del gracioso negrito, pero El Ídolo de Guamúchil y todos los demás estaban equivocados.
Ahora que todos saben que se pronuncia “Pinguín”, permítanme mis dos o tres lectores hacer un bosquejo del personaje, que marcó la infancia de millones de mexicanos.
Para empezar, Memín Pinguín fue o es un personaje creado por la escritora Yolanda Vargas Dulché, autora de historias que después pasaron a ser novelas televisadas como Rubí, Yesenia, María Isabel, Encrucijada, Casandra y muchas, muchas más.
El cómic empezó a circular en 1952 y reeditado en 1963, 1968 y en el 2002. En el 2005 se armó una polémica cuando se imprimieron timbres postales con la efigie del negrito de la cachucha.
Claro que en la década de los cincuentas no había todavía organizaciones que vigilaran los derechos humanos. Es más, la gente ni siquiera sabía con qué se comía eso.
El personaje principal, Memín, es construido a través de estereotipos racistas en torno a la figura de las personas negras.
Lo dibujaban pelón, con gruesos labios, grandes orejas y pequeña nariz de tres lóbulos, siempre vestido con un pantalón de mezclilla azul, camiseta a rayas rojas y blancas, enormes zapatos tenis con agujeros en las suelas y una gorra azul y blanca con la M impresa al frente.
Su mamá, Doña Eufrosina, era una mujer obesa, con grandes arracadas doradas y un trapo en la cabeza anudado. Se desempeñaba como lavandera para poder subsistir.
Siempre que Memín hacía una travesura, su “Ma Linda” lo agarraba de las orejas, tomaba una tabla con un clavo oxidado y le bajaba los pantalones, para azotarlo sádicamente.
Tenía tres amigos: Carlangas, un adolescente broncudo, pero noble, cuya progenitora, Isabel Arozamena, era madre soltera. Su padre, Carlos Arozamena, era rico de abolengo, por eso no se casó con su madre.
Ricardo, un chavo rico, hijo de Ricardo Arcaraz y Mercedes Refugio, una madre sobreprotectora.
Y finalmente, Ernestillo, hijo de un carpintero viudo.
Los tres vivían emocionantes aventuras en los barrios bajos de la Capirucha, como en aquella ocasión en que la mamá de Carlangas pierde su empleo y tiene que trabajar en un cabaret.
Enterado de eso, Carlangas, Ernestillo, Ricardo y Memín deciden ir a buscarla, para encontrar que Isabel estaba siendo agredida por un sujeto borracho. La mujer es herida de gravedad, pero Carlangas, sacando su espíritu indómito, hiere con una botella rota al agresor y termina en la correccional, de donde lo sacan sus amigos, luego de pagar una multa.
No sé si vuelva a salir una reedición, porque a estas alturas los temas sobre racismo ya están vetados o censurados por la benemérita Comisión Nacional de los Derechos Humanos y tantas otras asociaciones y organismos que detestan los estereotipos racistas.
Quizás sí lleguen a publicar nuevamente la historia, pero con distintos personajes, siguiendo la fórmula de Bimbo, cuando sacó del mercado los “Negritos”. Sigue siendo el mismo pan bañado y relleno con chocolate, pero los creativos publicitarios cambiaron la apariencia del personaje y el nombre. Ahora es un adolescente blanco peinado a la afro y el nombre de la golosina es “Nito”, en lugar de “Negrito”.
Termino mi colaboración de hoy con el refrán estilo Pegaso: “De color obscuro, como mi sino”. (Negro, como mi suerte).