Otto Granados Roldán
De haber sido un hombre muy longevo, don Jesús Reyes Heroles cumpliría cien años este 3 de abril. No fue el caso porque el 19 de marzo de 1985, este personaje excepcional, entonces secretario de Educación Pública en el gobierno de Miguel de la Madrid y de quien yo era secretario particular, moría en un hospital de Denver, Colorado. Semanas atrás, en el transcurso de una revisión a la que se sometió por unas dolencias en el hombro y la espalda, su médico, Antonio Fraga, le diagnosticó que tenía un cáncer ya propagado de manera invasiva a consecuencia de ese proceso mediante el cual las células de un tumor se desprenden y desplazan a otras áreas del cuerpo a través del flujo sanguíneo o los vasos linfáticos y que la medicina llama metástasis. Miro ahora sus fotografías de aquel tiempo y parece un hombre viejo, pero tenía apenas 63 años. Era en esa época, en el imaginario público mexicano, el político más sofisticado intelectualmente y el más respetado no sólo de ese gobierno al que pertenecía sino, quizá, del régimen que los nostálgicos todavía catalogaban como de la Revolución. Añado ahora: México no ha vuelto a tener un político activo de ese calibre.
Conocí a Reyes Heroles prácticamente el día que entré a trabajar a la SEP, el 3 de diciembre de 1982. En los años previos, don Jesús no había ocupado cargo alguno tras su salida de Gobernación en tiempos de López Portillo; se dedicaba a leer, viajar y escribir. Aunque había colaborado con él en un centro de análisis que creó en Gobernación —que, entre otras cosas, lo abastecía de estudios, informes, reseñas bibliográficas y traducciones que devoraba con fruición—, y alguna vez conversamos brevemente en un restaurante español de la colonia Roma a propósito de un artículo sobre el ejército mexicano que publiqué en nexos y que por alguna causa, supongo que el tiempo de sobra, había leído, ser llamado a los 26 años por el gran santo laico de la política mexicana fue casi una epifanía. Me recibió en su oficina de Argentina 28 y, parado detrás del legendario escritorio que José Vasconcelos llevó consigo a la SEP después de concluir su rectorado en la UNAM, sin más protocolo me preguntó si quería ser su secretario particular. No formuló indicación alguna respecto de lo que esperaba de mí pero, al despedirme, lanzó una admonición muy propia de su estilo personal: “Aquí no viene a descansar: viene a chingarse”.
Era un jefe tremendamente complicado —gruñón, malhablado, muy exigente, a veces intratable— pero, a cambio, era por igual una fuente de aprendizaje riquísima, magistral, abundante e ilustrada, que disfruté a plenitud. Verlo en acción era un privilegio. Político honesto, culto, erudito, sagaz, bibliómano seguidor de Louis Barthou —el legendario ministro francés de la III República a quien admiraba y autor, como el propio Reyes Heroles, de un ensayo sobre Mirabeau—, sibarita, de buen vestir, fumador empedernido y con un agudo sentido del humor… cuando quería y con quien quería. En aquellos días sin internet, que eran aún los de un México muy presidencialista, con un PRI en el poder pero una hegemonía debilitada, una sociedad civil perezosa y medios de comunicación dóciles, don Jesús podía ejercer de patriarca ante políticos, empresarios, académicos, intelectuales y periodistas mayores y menores; desvelarse leyendo de manera compulsiva (y por tanto iniciar la jornada cuando ya el sol empezaba a calentar); dedicar días enteros a preparar algún discurso muy importante (que él mismo se encargaba de triturar al pronunciarlo porque era pésimo orador) y destinar horas, sólo con grupos selectos, a la conversación inteligente.
Si bien tosco y ocasionalmente irascible, había que encontrarle el momento y el “modo”, y en ese sentido se volvía razonablemente predecible y hasta simpático. Era desconfiado, de escasos amigos en la acepción sustantiva del término, refractario a la intimidad y poco adicto a la vida social. Tenía ingenio y frases —propias y prestadas— para todo, y pescaba rápidamente las dobles intenciones de sus interlocutores. Le irritaba ver llegar a sus colaboradores, incluido yo, con pilas de carpetas y papeles (de hecho, nos echaba antes de acercarnos siquiera a su escritorio), sobre todo si eran cuestiones administrativas o irrelevancias burocráticas —“el que se ocupa de los detalles no puede ser estadista”, prevenía—, y detestaba los estilos afectados y melindrosos con que algunos lo trataban. Fue conocido cómo, tras una tensa conversación, despidió de su despacho al subsecretario de Cultura, Juan José Bremer —quien sin consultarle había asignado a dedo, para congraciarse, un contrato de impresión a una editorial del semanario Proceso y estaba justificándose— con un enunciado sin desperdicio que después le escuché: “Sólo hay dos clases de funcionarios: los que explican y los que resuelven”. Bremer fue cesado a la postre, como antes lo había sido, por cierto, del Instituto Nacional de Bellas Artes.
No estoy seguro si fue buen catador de personas, pero era evidente que las clasificaba según sus filias y fobias, las cuales, por lo demás, no disimulaba para nada. Disfrutaba mucho la charla con algunos —notablemente José Luis Lamadrid, Manuel Urquidi, Ernesto Álvarez Nolasco, Antonio Gómez Robledo, José Luis Martínez, Manuel Bravo Jiménez, por ejemplo— y era propenso, de manera casi escolar, a citar autores, textos, precedentes históricos y episodios para salpicar —y ganar— una discusión. Recuerdo, por ejemplo, que un día me exigió tenerle en cosa de minutos el lugar exacto donde Ortega y Gasset había citado la frase “Delenda est Monarchia”; como no tenía a mano las obras completas de Ortega, corrí a consultarlas a la librería Porrúa —que estaba a una cuadra de la SEP—, y allí encontré la fuente: “El error Berenguer”. Cosas así eran frecuentes.