COVID-19
Andaba yo volando allá, cerca de la estratósfera, donde ya se sienten los primeros calorcitos que anticipan la llegada de la primavera.
Y mientras tanto, escuchaba por medio de las ondas hertzianas la noticia de que los chinos lograron vencer al coronavirus.
Es más, hasta empezaron a festejar, a bailar y a cantar aquella canción que dice: “En un bosque, de la China, la chinita se perdió…”
No sé exactamente cómo le hicieron, pero creo que con medidas preventivas y tratamientos novedosos fue como lograron ganar esta batalla.
En realidad, el COVID-19 no es nada nuevo.
En noviembre del 2002, en la provincia china de Guangdong (¿coincidencia?) se presentó el primer brote del Síndrome Agudo Respiratorio Severo (SARS), que al igual que el COVID-19, puso a temblar al mundo.
Este también era de la familia de los coronavirus, muy extendida en el reino animal y una de las causas más frecuentes de resfriados en humanos.
Los coronavirus se caracterizan por su alta capacidad de mutar, lo que dificulta la previsión epidemiológica y el desarrollo de una vacuna.
Por otra parte, el AH1N1 surgió en el 2013 y nos pegó en México en el 2016. Ese bicho pertenece a otra familia de virus, también mutante. Cuando hizo su primera aparición se le conoció como influenza porcina y después influenza aviar, para finalmente recibir el nombra de AH1N1.
Como ahora ocurre con el coronavirus COVID-19, las recomendaciones eran las mismas y los grupos de riesgo eran similares a los de las dos pandemias anteriores.
La cepa o variedad de coronavirus que ahora nos trae locos se originó en Wuhan, China, cerquitita de Guangdong, donde surgió el SARS.
Pregúntome yo, ¿qué tiene esa región de especial que está generando este tipo de infecciones?
La respuesta podría ser la elevada concentración de habitantes, el hacinamiento humano.
Sitios como esos son laboratorios ideales para crear y probar nuevos engendros mutantes, como los tres ya referidos.
En perspectiva, el COVID-19 no es tan temible, si se compara con otras enfermedades más mortíferas, como la malaria o el paludismo.
De cada cien personas que contraen el coronavirus, el 80% presenta síntomas leves, parecidos a los de una gripa común y corriente; el 15% tiene molestias un poco más fuertes y sólo el 5% restante sufre la forma más grave. De ellos, sólo muere el 3%.
Una simulación que se hizo en Estados Unidos revela que la infección por coronavirus se comporta de acuerdo con el modelo matemático de la Campana de Gauss. Es decir, empieza con unos pocos casos, luego incrementa y llega a un máximo para después decaer y finalmente, desaparecer o mantenerse en niveles mínimos.
Eso significa que dentro de unas cuantas semanas, cuando el calor arrecie y cambien las condiciones para que esta cepa de coronavirus se multiplique en el cuerpo humano, tenderá a disminuir para convertirse en un mal recuerdo, como lo fueron en el 2003 el SARS y en el 2013 el AH1N1.
Pero mientras tanto, el miedo amenaza con causar más daño del que puede originar el COVID-19. En las tiendas departamentales del Valle de Texas se agotó el papel higiénico, como si el coronavirus nos hiciera cagar más.
Tampoco hay geles bactericidas ni cubre bocas, objetos que han demostrado no servir para nada al momento de un contagio.
Más vale seguir las indicaciones de las autoridades, pero también yo le sugeriría el Gobierno mexicano que le pida a los chinos la receta para vencer a este agente patógeno y entonces sí, decir que el coronavirus nos hizo los mandados.
Habrá que acostumbrarnos también a que cada determinado número de años salga una nueva enfermedad mutante que nos ponga los pelos de punta.
Por lo pronto, nos quedamos con el refrán estilo Pegaso: “El temor no viaja en asno”. (El miedo no anda en burro).