República
Para que una República sea justa debe tener ciudadanos justos.
En una República justa los ciudadanos se dividen en cuatro categorías: Los hombres de oro, que son los destinados a gobernar, los de plata, que son los que les siguen en cualidades, es decir, los administradores, los de bronce, que se dedican al comercio y al arte y los de hierro, los que se dedican a la producción, los obreros.
Aunque es razonable pensar que los hombres de oro tendrán hijos de oro, los de plata los tendrán de plata y los de bronce, de bronce, pueden ocurrir también combinaciones, es decir, un hombre de oro puede tener un hijo de plata y uno de hierro, tener uno de oro, etcétera.
Es obligación del padre hacerse cargo del alma de metal de los niños, así que, si tiene alma de oro, debe educarlo para que en su juventud y madurez se dedique a gobernar, si su alma es de plata, debe enseñarle desde muy pequeño el arte de la administración, a la elaboración de artesanías si es de bronce y al cultivo de la tierra o la cría de animales, si es de hierro.
Si mis dos o tres lectores tuvieron la paciencia de leer hasta aquí, deben saber que esos conceptos forman parte de La República, de Platón, y tratan sobre las cualidades que los ciudadanos deben tener para integrar una sociedad justa.
Parece que Platón nos describe una sociedad clasista, como en realidad son las sociedades modernas, pero desde aquellos años ya se sabía que no todos somos igual y que cada quien obtiene lo que su intelecto y su esfuerzo merecen.
Aterricemos esa simbología en nuestro México.
Parece ser que durante las últimas décadas nos hemos ido degradando en cuanto a los valores éticos y morales.
Antes, los padres corregían a sus hijos imponiendo duros castigos.
Yo conocí a un agente de tránsito chaparrito, prieto y gordinflón al que le decían “El Pandita”. Tenía un cordón de plancha que utilizaba cuando sus hijos e hijas no cumplían con las tareas que se les encomendaban en casa.
Llegaba “El Pandita”, su esposa le hacía una relación del comportamiento de sus vástagos y entonces, agarraba el cordón de plancha y salía a la calle a buscar al culpable de desacato.
Una vez que lo veía, lo llamaba a su lado, y si se resistía, lo perseguía hasta que lo alcanzaba, a pesar de su voluminoso cuerpo, para descargar toda su ira en las sufridas posaderas de aquellas pobres criaturas.
Hoy, si un padre se atreve siquiera a tocarle un pelo a alguno de sus hijos, inmediatamente se echará encima a una legión de organizaciones, colectivos, asociaciones e instituciones gubernamentales y no gubernamentales: CNDH, CODHET, DIF, UNICEF, Procuraduría del Menor y párele de contar.
Los tiempos de antes eran, parafraseando a Platón, los tiempos de los hombres de oro, de los padres que sabían darse a respetar y tenían don de mando.
Yo recuerdo también que en las escuelas, si uno se portaba mal, si le jalaba las trenzas a la compañerita de enfrente o si le veía los calzones, eran por lo menos cinco reglazos con el canto en las manos. ¡Y hay de aquel que las quitaba, porque era el doble!
Mi maestro de la secundaria, el Profe Brito, solía tener una puntería endiablada. Cuando escuchaba que alguien estaba platicando en su clase, agarraba el borrador del pizarrón y lo arrojaba a la cabeza del zoquete. No supe si alguna vez descalabró a alguno, pero pudo pasar, sin lugar a dudas.
Ahora los hijos han perdido el respeto a los padres y lo han extrapolado a la sociedad.
No digo que todos los jóvenes son así, pero ahora hay muchos más que no obedecen las reglas establecidas y se dedican a socavar los valores más sagrados de la sociedad, de la República.
Nos estamos convirtiendo en una generación de hombres de hierro.
Termino mi colaboración e hoy con el refrán estilo Pegaso: “Procedamos a revisar de qué tejido epitelial curtido se produce mayor cantidad de bandas”. (A ver de qué cuero salen más correas).