Moscú.– La capital de Rusia, igual que otras seis entidades federales de este país, comenzó esta semana con una realidad que se creía ya superada –el completo cierre de toda actividad pública por la emergencia– y que, como balde de agua fría con más de mil fallecidos cada día, cayó este lunes encima de sus habitantes.
Este obligado retorno al confinamiento, al menos durante los siguiente nueve días, pone de relieve que la situación es realmente grave y, más allá del habitual discurso triunfalista de las autoridades, aún queda mucho para alcanzar aquí 80 por ciento de la población vacunada o que superó la enfermedad, requerido para tener la inmunidad de grupo que convierta la pandemia en algo no más peligroso que una gripe de temporada.
Si todo sigue como hasta ahora en Rusia, en lo que se refiere a contagios y vacunas, se necesitarán cinco años para llegar a un cierto equilibrio que neutralice los efectos de la pandemia, en opinión del experto Andrei Lomonosov.
A la fecha, de acuerdo con estadísticas oficiales, los rusos vacunados en relación con el total de habitantes llegan apenas a 33 por ciento de la población y esto, como ya se ha apuntado en múltiples ocasiones, es una gran paradoja para un país que dijo tener, antes que nadie, la primera vacuna contra el coronavirus, que registró cuatro vacunas y que casi a diario presume la firma de contratos para vender sus biológicos a otros países y que –por la falta de infraestructura para producir las cantidades prometidas y los problemas para que sus vacunas se fabriquen en otros países– acaba incumpliendo los plazos de suministro.
A todo esto, su vacuna más promovida en el exterior, la Sputnik V, puede ser igual o mejor que cualquier otra elaborada en otro país, pero nunca peor, y quienes han recibido el esquema completo pueden sentirse realmente protegidos y, en caso raro pero no imposible de contagiarse, como podría suceder con cualquier otro biológico, la enfermedad casi siempre transcurre rápido y sin complicaciones.
No se puede decir lo mismo de la otras vacunas rusas, la Epi-Vak-Korona, que se destinó al consumo interno sin tener capacidad para fabricarla de modo masivo, sin hablar ya de que su eficacia ha dejado muchas dudas, y la Kovi-Vak del centro Chumakov, que se comenta es muy buena pero no hay en ningún lado. La Sputnik Light de refuerzo, es eso: una recomendable tercera inyección después de seis meses de estar inmunizados con Sputnik V.
En ese contexto, en Rusia –salvo en Moscú, San Petersburgo y otras urbes que como escaparate tienen Sputnik V para quien quiera ponérsela– hay escasez de vacunas, una tradicional desconfianza hacia cualquier tipo de biológico y pocos creen lo que dicen sus autoridades, a falta de una campaña eficaz y clara para explicar las bondades de inocularse.
Muchos rusos no quieren vacunarse cuando saben –es información oficial– que cualquier persona que tenga previsto asistir a una reunión o acto público con su presidente, Vladimir Putin, que asegura haberse puesto la Sputnik V, tiene que pasar catorce días de cuarentena encerrado en un hotel o sanatorio que pertenece a la Oficina de la Presidencia rusa.
No sorprende que dos terceras partes de la población tengan dudas sobre inocularse o no, y cuando las autoridades empiezan a obligar a la gente poniendo como requisito la vacuna para no perder el trabajo o introducen un código QR para actividades de ocio o entrar en un restaurante, se produce en Rusia el circulo vicioso de siempre: cuando unos quieren comprar una suerte de salvoconducto, engañando a los que sí son conscientes de no afectar a otros, no faltan los corruptos que no desaprovechan la oportunidad de hacer su agosto (en octubre y cualquier otro mes).
Esto lo explicó este lunes mejor que nadie, el académico Aleksandr Guinzburg, director del Instituto Gamaleya que inventó la Sputnik V: “Si alguien dice haber recibido nuestra vacuna y cae enfermo de Covid, como demuestran nuestros datos, desgraciadamente es una persona que, en realidad, en la mayoría de los casos no se puso ninguna vacuna, sino compró el certificado de vacunación, un certificado falso. Es el 80 por ciento de los ingresados estos días”.
Guinzburg, tras señalar que es fácil comprobar si alguien se puso o no su vacuna, lamenta que estas personas que compran el certificado “gastan su dinero y de alguna manera pagan para enfermarse y morir. Se engañan a sí mismos y ponen en riesgo mortal a los demás”.