Pobreza
Primera escena: Llego a un crucero, me detengo porque el semáforo está en rojo. Se acerca un limpiaparabrisas de aspecto harapiento y arroja un chorro de agua desde unos cinco o seis metros de distancia con una puntería endiablada. Mientras se va acercando, sin dejar de dirigir el chorro hacia mi parabrisas, le hago una señal para decirle que no quiero que lo limpie. Sin embargo, el hombre, ya pegado a mi carro, insiste diciendo: “Tengo necesidad, permítame hacer mi trabajo”. Yo le insisto que no y él sigue con su labor de limpieza: “Tengo familia que mantener”. Le digo que no traigo cambio para darle y él vuelve a decir: “Un pesito, apá… cincuenta centavos, lo que le sobre”. Finalmente, termina su chamba y al ver que no le doy nada, se aleja molesto, haciendo un ademán de desprecio con la mano y como diciendo: “¡Pinche méndigo!”
Segunda escena: Llego al estacionamiento de un supermercado. Estaciono mi auto. Entro a comprar el mandado de la casa. Salgo y me dirijo al vehículo. Se acerca un guachacarros que me dice si me ayuda a meter el mandado. Le digo que no. Me subo al carro y enciendo el motor. El guachacarros me dice: “¡Sale, sale!” Y como no traigo cambio, porque pagué con tarjeta, no le doy propina. Me retiro del lugar sintiendo que el viejón se quedó mentándome la progenitora.
La verdad es que hay gente que abusa de la pobreza.
Lo digo porque muchas personas de condición muy humilde, tirándole a la miseria, creen que por estar en esas circunstancias los demás tenemos la obligación de darles dinero o ayudarlos.
En México hay toda una industria que gira alrededor de la pobreza.
Ya lo he expresado en anteriores ocasiones: “La pobreza es una gran fuente de riqueza”.
Los programas sociales paternalistas tienen dos caras, una de las cuales es positiva, porque brinda ayuda al más necesitado, pero la otra tiene que ver con compras fraudulentas donde unos cuantos vivillos funcionarios se ganan una buena lana.
Eso pasa siempre que hay un huracán. Resulta que al solicitar la ayuda del Fondo para Desastres Naturales (FONDEN), deben pasar cinco o hasta diez meses antes de que el Gobierno Federal aterrice la ayuda humanitaria, y lo que llega casi siempre son colchas de a veinte pesos, de las recicladas, cacharros de plástico, sillas del mismo material y algunas despensas con frijoles, arroz y aceite.
Y allá, muy arriba, en el reporte que se entrega para justificar el gasto, cada cobija tiene un costo de 500 pesos, las vajillas de 1,200, las sillas de 800 pesos y las despensas, de 500.
No digo que las personas en pobreza extrema no merecen que se les brinde ayuda de alguna manera, pero siempre han sido pretexto para que unos cuantos se enriquezcan.
Bien harían los gobiernos en crear programas donde se les enseñe a ser productivos. Pero resulta que cuando a alguien bien intencionado se le ocurre hacerlo, la gente no quiere trabajar, y prefieren seguir recibiendo migajas.
Hace muchos años hubo un programa de autoempleo en el área rural. El Gobierno Federal entregó a los ejidatarios una cantidad de gallinas ponedoras, alambre, madera, insumos y asesoría para que cada quien hiciera su granjita. En los primeros días y meses, todo pareció funcionar bien, pero pronto empezaron a comerse las gallinas y a vender el alambre, porque era más importante dar de comer a la familia que invertir tiempo y esfuerzo en hacer productiva la granja.
Volviendo al tema del limpiaparabrisas, no deja de sorprender que algunos de ellos se vean individuos aún jóvenes y con fuerza suficiente para agarrar una pala y trabajar en la obra.
En la mayoría de las ocasiones, se trata de sujetos enviciados que, al término de la jornada, con unos cuantos pesos en la bolsa, se van a comprar “piedra” para fumar debajo de los puentes.
Solo de vez en cuanto me encuentro con personas que realmente parecen padres de familia apremiados por la necesidad, y entonces, hago caso a mi intuición y les doy una moneda.
O cuando voy por la calle y veo a una ancianita o ancianito que camina con dificultad, o las “marías” que cargan con su chilpayate en la espalda, donde realmente uno sí se pone a pensar lo difícil que resulta la vida para ellos.
Vámonos con el refrán estilo Pegaso, cortesía de Pedro Infante: “Nuestras personas de condición misérrima y ustedes los opulentos”. (Nosotros los pobres y ustedes los ricos).