Por Oscar Diaz Salazar
Yo sé bien que estoy afuera
Pero el día en que yo me muera
Sé que tendrás que llorar
Llorar y llorar.
Una historia en cuatro minutos, una lección breve, profunda y musicalizada de la condición humana, así percibo las canciones de Vicente Fernández.
Por mi Madre, a muy temprana edad, ya huérfano, supe que a mí Papá le gustaba cantar «El Rey», que es una de las canciones con las que más se identifica al que por muchos años fue el mero rey de los palenques.
«Es cierto Maestra, en los retoños de los magueyes aparecen las marcas que hacen los enamorados, en las pencas que el tiempo marchita o que la gente arranca», eso le decía a mi Madre, la señora que le (nos) ayudaba con las tareas domésticas y el cuidado de cuatro chamacos, asegurando que era totalmente cierto lo que nos cantaba Chente Fernández en La Ley del Monte.
Por el charro de Huentitan rematando la canción con la frase «Viva Cristo Rey… y fuego», supe por primera vez de los cristeros, de esa revuelta cívico religiosa escenificada en el Bajío, de la que hay muy poca literatura.
Por Vicente Fernández supe de la división de la sociedad mexicana en pobres y ricos, y de las dificultades para establecer una relación amorosa (y de cualquier tipo) entre pobres y ricos.
Escuchar que «por fin ya se casó la Lupe» me permitió entender el machismo de nuestra sociedad, con más claridad que las disertaciones de académicos y/o feministas.
El fenómeno de las migraciones del campo a la ciudad, del abandono de las poblaciones rurales, dejó de ser un asunto abstracto, neutro, lógico y objetivo, cuando escuché a Vicente Fernández cantar: «allá atrás de la montaña, donde temprano se oculta el sol, quedó mi ranchito triste y abandonada ya mi labor»… El sentimiento con el que cantaba esta y todas sus canciones, lograron transmitir la dimensión humana que tiene este constante flujo migratorio.
Aunque utilizó un tono festivo al decirnos cantando que la migra le hizo los mandados, en esa canción dedicada a quienes emigran en busca del «sueño americano», no deja de compartirnos también las enormes dificultades que deben afrontar los compatriotas que intentan muchas veces ingresar a lis Estados Unidos.
Supe de su condición de ídolo popular y del afecto que le dispensaba el pueblo, en una de las tantas ocasiones en que prematuramente corrió el rumor (falso) de que había muerto. Hace más de cuarenta años, el teléfono fijo (no había de otros) de la casa familiar, sonó repetidamente para ver si la «muchacha» que ayudaba (más bien se hacía cargo) con las tareas domésticas, sabia si era cierta la noticia del fallecimiento del ídolo que cantaba y vestía de charro. El tono de preocupación en el que se desarrollaron esas lejanas – en el tiempo- conversaciones telefónicas, le daban un toque de sentimiento y angustia personal a la noticia.
En algún momento que no puedo precisar, Vicente Fernández fue aceptado, adoptado y escuchado por segmentos de la sociedad con más poder adquisitivo. El pueblo, el sabio pueblo, lo aceptó desde el principio, pues desde el principio le cantó al pueblo, le cantó al amor, le cantó a los pobres, a los enamorados, a la mujer, a los caballos, a los gallos, a los migrantes, a la vida, a los tahures, a los palenques, a las «malas» mujeres, a los hombres valientes, a las buenas mujeres, a las carreras de caballos, a la vida del campo.
Yo escuché, le tome el gusto y aprendí las canciones de Vicente Fernandez, por mi amigo Samuel Diaz, fallecido a muy temprana edad. En su carro en el que muchas veces paseamos, en su casa donde siempre recibí el afecto de su familia y en el rancho de su padre, en todos esos sitios escuchamos y cantamos las canciones de don Vicente Fernández.